sábado, 15 de agosto de 2015

Catherine L’Ecuyer "Un niño sobreestimulado pierde el asombro, motor de su aprendizaje"

La investigadora y divulgadora de temas educativos sostiene que un niño estimulado en exceso, “se embota, anda en un estado entre el aburrimiento y la ansiedad, es más impulsivo, sufre inatención y puede pasar a depender de una fuente de estímulos externos”.


“Hay que respetar el ritmo de los niños, las etapas de la infancia, la sed de silencio, de misterio, de belleza”, dice la entrevistada, residente en Barcelona, que en setiembre visitará Santa Fe.
Foto: Gentileza entrevistada
Mariela Goy

Catherine L’Ecuyer es canadiense afincada en Barcelona y madre de 4 hijos. Ejerció como abogada pero se propuso investigar sobre educación y escribió el libro “Educar en el asombro”, que se convirtió en un bestseller con 14 ediciones. Desde entonces, se dedica a investigar y dictar conferencias, y ya publicó su segunda obra, “Educar en la realidad”, sobre el uso de las nuevas tecnologías en la infancia y la adolescencia.

En 2014, la revista suiza Frontiers in Human Neuroscience, presentó sus reflexiones como una “nueva hipótesis” o “teoría de aprendizaje”. Catherine L’Ecuyer vendrá a la ciudad de Santa Fe para hablar sobre sus dos libros en el VII Congreso Internacional de Educación, que se realizará del 3 al 5 de septiembre en la Facultad de Humanidades de la Universidad Católica de Santa Fe, en paralelo con las I Jornadas Internacionales de Comunicación.

—¿Cómo define la educación en el asombro, que es su tema de investigación? ¿Qué beneficios tiene en el aprendizaje y cómo puede un docente generarlo en sus clases?

—El asombro es el deseo de conocer, es no dar el mundo por supuesto. Los niños se asombran al descubrir el mundo que los rodea, lo que ven. Como decía Chesterton, en cada una de esas deliciosas cabezas, se estrena el mundo como en el séptimo día de la Creación. Eso es lo que suscita en ellos tantos porqués. Lo que asombra es la belleza de la realidad. El asombro es el motor del aprendizaje. Por lo tanto, es clave. Tomas de Aquino decía que hay dos formas de aprender: uno, mediante la invención y el descubrimiento; dos, con disciplina y aprendizaje. Y añadía que la invención y el descubrimiento son las formas más elevadas de aprender. El asombro no se genera, se respeta. Los niños nacen con ello, tan sólo es cuestión de no ahogarlo. Para ello, hay que respetar el ritmo de los niños, las etapas de la infancia, la sed de silencio, de misterio, de belleza.

—Usted dice que hay una “mala interpretación” de la literatura sobre la neurociencia y menciona que a partir de allí se han generado “neuromitos” ¿Cuáles serían esas falsas creencias en el ámbito de la educación?

—Hay varios, pero diría que el más importante es el que estipula “más y antes, mejor”. En realidad, la neurociencia nos dice que no es así. Dan Siegel, neurobiólogo y psiquiatra, dice que no hay necesidad de bombardear a los niños con una estimulación sensorial excesiva con la esperanza de construir mejores cerebros. De hecho, varios estudios asocian el exceso de estímulos con problemas de aprendizaje. Mi hipótesis es que si un niño está rodeado de estímulos que no se ajustan a sus ritmos y a su orden interior, entonces pierde ese asombro y pasa de aprender “desde dentro hacia fuera”, a esperar que lo entretengan “desde fuera hacia dentro”.

—¿Qué sería estimular excesivamente a un niño y cuáles sus efectos negativos?

—El niño necesita un entorno normal con una cantidad mínima de estímulos. Cuando el niño está sobreestimulado (o bien por el exceso de consumismo, el multitarea, imágenes rápidas en la pantalla o sonidos estridentes), se embota, anda en un estado entre el aburrimiento y la ansiedad, es más impulsivo, sufre inatención y puede pasar a depender de esa fuente de estímulos externos.

La tecnología no es “neutra”

—¿Cuál sería un uso correcto de las nuevas tecnologías por parte de los niños y adolescentes?

—Es una pregunta que requiere varios matices por edad y en función del dispositivo y del contexto (casa o escuela). Y en definitiva, es decisión de los padres. En cualquier caso, es bueno saber que la Academia Americana de Pediatría recomienda a los padres que no dejen que sus hijos de 0 a 2 años vean la pantalla. En la etapa infantil, los niños aprenden a través de las relaciones interpersonales, no de las pantallas. Después de los 2 años, la AAP recomienda no más de 2 horas al día, contenidos de calidad y bajo la supervisión de un adulto.

—En educación se habla mucho de la necesidad de introducir las TICs en el aula, de que los docentes sepan informática, que las clases se dicten con netbooks. ¿Se aprende más o mejor con la introducción de las tecnologías en la escuela?

—Me parece estupendo que los docentes sepan de informática, no tengo nada en contra de las nuevas tecnologías, yo misma la uso. Pero en la infancia, la tecnología no es una mera “herramienta” neutra como oímos muchas veces, porque tiene repercusiones en el aprendizaje. En una mente inmadura, quien lleva las riendas ante la pantalla, no es el niño, sino el dispositivo y sus aplicaciones con sus algoritmos. Por eso, los estudios dicen que las pantallas motivan a los niños en el colegio. Pero no es una motivación interna, es externa. Es una motivación efímera que hace depender al niño del dispositivo. En cualquier caso, Larry Cuban, profesor emérito de la Universidad de Stanford, dice que el uso de las pantallas no se asocia con una mejora en el rendimiento académico o en las oportunidades profesionales.

—Entonces, ¿la tecnología no es parte de la revolución educativa que muchos reclaman?

—Les diría que la educación no es verdadera por ser revolucionaria, sino que es revolucionaria por ser verdadera. Hemos de reconectar con la realidad de nuestra naturaleza, volver a lo esencial, a la sofisticación de la sencillez, volver a sintonizar con lo que es bello, verdadero y bueno para nuestros hijos, nuestros alumnos.

Los maestros quieren

“conectar” con los niños

—Usted habla de la importancia del juego, de generar oportunidades de silencio, de contemplación en los niños. Parece difícil de lograr todo eso en una sociedad donde la “productividad” se plantea como uno de los objetivos máximos, donde los chicos siempre necesitan estar “haciendo algo”, incluso cuando no están en la escuela.

—“¿Para que te sirve, Sócrates, aprender a tocar la lira si te vas a morir?”. Y Sócrates responde: “Para tocar la lira antes de morir”. Los criterios de productividad y de utilidad son tramposos, especialmente en la educación. Educar es buscar la perfección de la que es capaz nuestra naturaleza, esas perfecciones no responden a meros criterios de utilidad, sino que nos hacen más personas, más libres. En cambio, dejarse llevar únicamente por el criterio de utilidad nos lleva a despreciar los saberes y las artes (como por ejemplo el teatro y la música) y enfocar la educación como una acumulación de “competencias” técnicas a través de una serie de métodos, porque consideramos que ésas son útiles para el mundo laboral. Los maestros quieren conectar con los niños, no quieren ser esclavos de decenas de métodos que son un obstáculo para la creación del vínculo de apego con sus alumnos, tan necesario para una verdadera atención personalizada.

El apego (*)

—¿Qué sugerencias tiene para aquel papá que no sabe cómo marcar límites al “quiero” del chico y al reproche de “los otros niños lo tienen o lo hacen ¿por qué yo no?”

— La primera cosa que podemos hacer es realizar estadísticas con nuestros hijos, preguntándoles: “¿Cuántas personas lo tienen en tu clase? ¿6 o 7? Eso es mucho menos de la mitad” En cualquier caso, “es que todo el mundo lo tiene y lo hace” no puede ser nunca un argumento educativo. Si nosotros queremos comprar algo a un niño, que sea porque lo hemos pensado, hablado y decidido, no porque los demás niños lo tienen. Nuestros hijos han de ser fuertes, tener personalidades propias. Así podrán pasar por la adolescencia con normalidad. Hemos de explicarles lo que es de sentido común: lo que está mal está mal, aunque lo haga todo el mundo y lo que está bien está bien, aunque no lo haga nadie. Y a veces tampoco es cuestión de “bueno” o de “malo”, es cuestión de buscar la excelencia y de que encuentren su propio camino y tengan su propio sentido de identidad, no el del amigo o del grupo.

—¿A qué se refiere a esa figura de “apego” de la que tanto habla? ¿Cuál es el rol del docente en relación a ese concepto?

—Los niños triangulan entre la realidad y su figura de apego. ¿Qué dice un niño cuando ve un caracol en el parque? “¡Mira mamá!” Y si está en el patio del colegio, lo enseñará a su maestra. Rachel Carson decía que los niños se asombran en compañía de una persona que sabe asombrarse con ellos. En ese sentido, el vínculo de apego permite al educador acompañar al niño en su descubrimiento de la realidad. El cuidador se convierte en una “base de exploración” para el niño y también ayuda a calibrar la realidad, dando sentido a los aprendizajes. Por ese motivo, el trabajo del educador es un trabajo sagrado. Los griegos decían que la belleza es la expresión visible de la verdad y de la bondad. El trabajo del maestro es precisamente el de ayudar al niño a encontrar la belleza que se encuentra naturalmente en la verdad y en la bondad, el de hacer visible la verdad y la bondad a través de la belleza de su vida y del entorno que prepara para el niño. Ser maestro es dejar una huella en el alma de los niños, huella que es retrato del futuro, porque como decía Kundera: “Los niños no son el futuro porque algún día vayan a ser mayores, sino porque la humanidad se va a aproximar cada vez más al niño, porque la infancia es la imagen del futuro”.

—¿Por qué repite que los padres no son “animador de ludoteca” de sus hijos?

—Porque es un rol que hemos asumido sin darnos cuenta, al aceptar el neuromito “más y antes, mejor” del que hablé antes. Los niños no necesitan padres que los entretengan con libros que hablan, dibujos que se han de pintar sin salirse de la raya, videos supuestamente educativos que bombardean a los niños con datos que no pueden asimilar, cumpleaños con payasos, magos y juegos dirigidos. No es necesario que hagamos piruetas para que la infancia de nuestros hijos sea mágica, porque ya lo es de por sí. Como decía Chesterton, un niño de 7 años se emociona porque al abrir la puerta Perico se encuentra con un dragón, pero para un niño de 3 años, ya es suficiente emocionante con que Perico abre la puerta. ¿Qué tal darles una hoja en blanco con lápices, dejarlos encontrar las formas que hacen las nubes, o dejarlos subirse a un árbol? Los estudios relacionan el juego desestructurado con una mejora de las funciones ejecutivas (memoria de trabajo, planificación, etc.), las cuales tienen un papel clave en el rendimiento escolar. Por el contrario, si lo hacemos todo para el niño, o si lo colocamos delante de una pantalla para entretenerlo, se convierte en un ente pasivo y depende de ello para motivarse.

—Usted señala que la “mera repetición” genera un mal aprendizaje. Pero acaso ¿no hay mucho de rutina y repetición en la escuela?

—La rutina es necesaria porque da seguridad y favorece el orden interior de los niños. Según Montessori, el secreto de la perfección para un niño se encuentra en la repetición. Pero no cualquier repetición lleva a la perfección. De hecho la mera repetición sin sentido puede alienar al niño, llevarlo a actuar de forma mecánica y a no interiorizar lo que está haciendo. En ese caso, se actúa por coacción o inercia, podemos hablar de adiestramiento, pero no de aprendizaje verdadero. Por eso yo hablo de virtud, no de hábitos. Y hablo de ritual en vez de rutina. Para convertir la rutina en ritual y el hábito en virtud, es clave que el niño esté acompañado de un adulto que lo ayude a dar sentido a sus aprendizajes, que lo ayude a ver el horizonte de sus acciones, el “por qué” y el “para qué” actúa y aprende. Es algo natural, los niños naturalmente tienden a buscar esa figura para intermediar entre la realidad y ellos mismos, para calibrar la realidad.

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