domingo, 9 de septiembre de 2012

SANTA FE: La vida tras las drogas: “Siempre se tiene que trabajar con la familia, sino no se sale”

El joven, de 29 años, conoció de cerca la Banda del Poxi, a fines de los 90. Entre los 14 y los 18 vivió en la calle. Hoy es docente de herrería y cuenta cómo fue el camino que recorrió para salir de las drogas.

 

El protagonista es un muchacho de 29 años, que sólo accedió a hablar bajo la condición de no revelar su identidad. La historia es difícil de contar y, en un primer momento, faltan las palabras. Hace unos años, junto a un grupo de amigos, él fue conocido por todos los santafesinos como uno de los chicos de la Banda del Poxi. Era el final de la década del 90 y corrían los años más duros del neoliberalismo, del sálvese quien pueda.

Hasta ese momento muy pocas personas habían reparado en que, en la zona de la terminal de colectivos, había un grupo de chicos sobreviviendo en la calle. Sin embargo, en su vida hubo un antes y un después de llegar a la Casa de Juan Diego, una institución que trabaja desde hace más de 20 años en la problemática.

“La vida antes de llegar a Juan Diego fue, dentro de lo que se puede evaluar, una vida expuesta a un montón de riesgos sociales, físico, religioso, cultural, espiritual. Fue una vida con todos los riegos”, dijo.
El joven, que hoy es docente del taller de herrería de la institución, aseguró que cuando era chico “era callejero” pero que recién a los 14 años fue cuando realmente se sintió en situación de calle, cuando decidió no volver a dormir a su casa. “Me gustaba mucho desde chico buscar y tener mi dinero. Buscar una posibilidad de estar en paz conmigo mismo que era una paz que no podía conseguir en el hogar que yo vivía. Hoy comprendo que todo eso fue debido a que había un vacío paternal o familiar que yo necesitaba llenar. Por eso yo buscaba salir y olvidarme de la realidad que tenía dentro de mi casa”, expresó.

“A mí me gustaba salir –siguió–. Me iba a la mañana y no volvía a mi casa hasta la noche. Sí iba a la escuela. Terminé el séptimo grado gracias a que el sistema me lo regaló porque no me lo merecía. No estaba capacitado para terminar la escuela primaria. Además tenía mal comportamiento y nunca estudiaba. Pero les terminé ganando la pulseada por cansancio a los profesores y me fueron haciendo pasar de grado”.

—¿Cómo fue el momento donde decidiste no volver a tu casa?
—Lo que pasa es que la calle te atrapa. Tenés toda la libertad. En ese entonces la policía no estaba tan estricta como ahora. Antes estabas en la calle, cuidabas autos, vendías tarjetas te hacías plata tuya y comías de lo que la gente te daba. Porque cuando sos chico todo el mundo te da todo. Después dormías en la Peatonal o en la Terminal con tus amigos. Te va atrapando la calle. Los chicos te presentan lo que ellos hacen y uno se va atrapando con eso.

—¿Cuándo fue la primera vez que alguien se te acercó para ayudarte?
—Fue un amigo que me llevó a Juan Diego porque los dos andábamos con hambre. Era una época en que yo cuidaba autos en la calle. En ese momento había un vecino que ya venía a Juan Diego y él fue quien me invitó a ir a participar de las actividades de la casa. Eso era ir a comer, bañarse y teníamos un taller de carpintería.

“Con una sonrisa en la cara”
Para poder empezar a repensar su situación de calle, el entonces chico de 14 años necesitó encontrar un lugar de contención. “En Juan Diego me sentí cómodo. Mientras que en las instituciones a las que iba, como la escuela, nunca me sentí contenido. El estar sentado estudiando no era para mí en ese momento. Ahí yo estaba pasando un momento duro de mi niñez y preadolescencia. Entonces necesitaba mantenerme ocupado y cuando me abrieron las puertas de Juan Diego me atendieron con toda la paciencia del mundo, con una sonrisa en la cara”, graficó.

Luego añadió: “Eso estaba bueno porque había chicos con las mismas, menos o más problemáticas que las que tenía yo. Con ellos compartíamos el almuerzo, nos podíamos ir a higienizar después de estar todo el día en la calle y hacíamos una actividad en concreto, que en ese momento era el taller de carpintería”.

La clave para entusiasmar a los chicos siempre se basa en los talleres. El trabajo manual, además de enseñarles un oficio, les permite mantener el cuerpo en acción y la mente lejos de los problemas cotidianos. “Me atrapó el taller de carpintería, poder expresarme a través de un trabajo, hacer algo manual, mantenerme ocupado sin estar sentado y que te estén dando teoría. Con los problemas que tenía en ese momento no podía estar pensando en hacer matemáticas y lengua. Me atrapó el taller y el trato de las personas hacia los chicos”, dijo.

—¿Cómo empezaste a salir de la calle?
—Ese proceso se dio muchísimo tiempo después. Cuando llegué a Juan Diego lo que ellos hacían era trabajar conmigo para que yo salga de la calle. Pero yo no quería salir de la calle porque tenía el problema en mi casa. El proceso que yo hice cuando empecé a querer salir de la calle, a dejarme guiar por las personas que estaban en ese entonces en Juan Diego, donde pasaron varios directores y coordinadores, lo empecé a los 18 años.

Un lugar en el mundo
Gustavo Voguel, director de la Casa de Juan Diego, asegura que por lo general los chicos empiezan a querer salir de la calle a los dos o tres años de empezar a trabajar. “Hoy necesitaríamos, como mínimo, una terapista ocupacional y un psicólogo para hablar de un trabajo integral con un mínimo abordaje profesional. Con una propuesta interesante, los chicos podrían hacer ese proceso de concientización mucho más corto”, explicó.

Pero la realidad marca otra cosa: “Si seguimos trabajando con los chicos cuatro horas al día, con la mitad de los profesionales que debiéramos tener y a veces pensando más en que vamos a tener que cerrar la institución por falta de recursos que en el proceso del chico, los plazos empiezan a estirarse cada vez más”.

Por su parte, el joven que logró rehacer su vida, asegura que la Casa siempre les propone salir de la calle. “Pero es muy difícil que la Casa se acerque a la familia, porque primero la familia tiene que reconocer que tiene errores. No es que el chico se va de la casa porque sí, porque quiere o porque le gusta estar en la calle. Eso es totalmente mentira. La motivación y el acompañamiento de la Casa siempre estuvo. Dentro de esos años, desde los 14 hasta los 18, se dio el quiebre por todo el trabajo que se hizo en la Casa. Eso me llevó a ver que no me llevaba a nada estar en la calle”, reconoció.

La relación con el Estado
La contracara, para este joven, fueron las instituciones estatales. “Nos metían presos en Juveniles, en el Hogar de Prevención tampoco me querían tener. A mí no me gustaba, como a todo chico o adolescente, estar encerrado en un lugar donde tenés un tapial de dos metros, más allá de ser delincuente o no. Yo lo que buscaba era salir de la situación en la que estaba, pero haciendo algo. En el único lugar que podía conseguirlo era en Juan Diego, pero tenía que aclarar las cosas como eran. Primero uno tenía que reconocer que estaba mal, trabajar con la familia y confiar para poder salir de donde estaba”, dijo.

—¿Cómo creés que resuelve el Estado la relación con los menores en situación de calle?
—El encierro no es la solución. Esto no lo digo desde una postura criminal ni justificando a nadie. Pero el Estado tiene que entender que trabaja con una persona menor de edad que viene con problemas de adicciones, de personalidad, familiares. Dentro nuestro tenemos la policía que te dice lo que está bien y lo que está mal, que es la conciencia. Cuando la policía te encierra en una celda quedás sin una atención psicológica, ni pedagógica. Lo más pedagógico que recibí estando detenido fue un cachetazo de un policía que me dijo: «Entrá y callate».

“Si el Estado piensa –señaló– que eso es resolver el problema del chico, está equivocado. Porque uno entra y está sin consumir droga, y con esto no quiero decir que le den droga a los chicos que están detenidos. Simplemente hago hincapié en que al estar adentro, con abstinencia, con la conciencia que te dice: «Viste, te dije. Viste, te dije»; y pensando en los problemas que tenés en tu casa, porque cuando se te pasa el efecto de la droga empezás a pensar, la pasás muy mal”.

“Aparte tenés dentro de ese entorno carcelario a otras personas con los mismos problemas. En ese momento no sabés qué hacer. No tenés nada y hasta llegás a pensar en suicidarte, porque no te queda otra. Creo que si vamos hacia ese punto, el Estado está totalmente errado en encerrar a una persona sin trabajarla. Sobre todo cuando son chicos, preadolescentes o adolescentes”, apuntó.

El proceso de dejar las drogas
Uno de los momentos más difíciles fue el de hacerle frente a la adicción. Salir de ese círculo no sólo implicó romper con la dependencia física hacia una sustancia tóxica, sino también, cambiar el mundo de relaciones sociales y trabajar con su familia.

“Las drogas son todo un tema. Al principio tenés que romper con la estructura de la gente con la que te rodeás, que es el grupo de amigos que vos creaste en esos años de adicción. Eso es muy duro”, afirmó.

“Además –continuó– es mentira eso de que uno dice un día: «no me drogo más» y al otro día ya te dejás de drogar. Es un proceso donde uno va bajando la dosis y llega un momento donde te sentís discriminado por el grupo con el que vos te drogabas porque ya no te drogás. Por otro lado, te tenés que reinsertar a la sociedad que, en teoría, no consume. Eso te cuesta más. Te agarra como una fobia porque la gente que no consume te mira mal porque vos estás saliendo de un proceso donde tiene que ver la vestimenta, cómo uno habla. Te tenés que empezar a vestir y hablar como una persona normal, a expresarte de otra manera. Ese proceso lleva como mínimo un año”.

“Ahí sí te tenés que aferrar a la gente que te está ayudando, como en este caso la gente de Juan Diego, y mantener todo el tiempo ocupado”, aconsejó y describió cómo fue su recorrido: “Cuando decidí dejar todo, yo trabajaba en mantenimiento de una alfajorería, después venía acá a dar clases de herrería por medio de una beca y, a la noche, iba a estudiar al Eempa. Cuando me quedé sin el trabajo de la alfajorería, estudiaba herrería. Así, mantenía todo el tiempo ocupado. Cuesta mucho poder salir solo. Justamente la Casa de Juan Diego cumple un rol muy importante en el acompañamiento que hacen”.
“Ellos están para consolarte en ese momento en que te sentís fóbico, en ese momento en que sentís que no te quiere nadie. La Policía te mira mal, tus amigos con los que antes estabas también; los que querés hacer de nuevo también te miran mal. Entonces uno se tiene que cuidar mucho en lo que habla. Me pasó que hubo gente que hizo jodas diciendo: «me fumo un porro» y a mí no me gustaba eso porque yo pasé por ese proceso y veía la realidad todos los días en la Casa. Yo con eso no jodo”, sentenció.

Asimismo recordó cómo fue la reconstrucción de su vida social. “Las relaciones con las otras personas siempre están. Uno tenía que romper con esa relación que no te llevaba a nada bueno. No es que uno no los saludaba más, pero sí tenía que dejar de ir a esos lugares donde sabías que si ibas te drogabas otra vez. A partir de ahí, tenías que comenzar a formar un nuevo grupo. En ese vacío, en ese abismo que te queda, empieza a jugar el miedo y la fobia de formar un nuevo grupo, el qué van a decir. Tenés que expresarte bien, vestirte bien”, acotó.

La mirada de la sociedad
Luego de transitar un arduo camino, el hoy padre de tres chicos asegura que la mirada de la sociedad ya no le preocupa. “Antes de empezar a salir a flote yo estaba en un estado bastante feo. Dormía atrás de la Terminal, todo sucio. Había una persona que paseaba un perro y que, de vez en cuando, hablaba conmigo. Después supo mi historia, me vio cómo estaba y me dijo que era increíble lo que había cambiado. Eso muestra que el proceso que se hace en Juan Diego sirve”.

“Es cierto que lleva un tiempo –aclara– y que a algunos les cuesta menos y a otros más, cosa que depende mucho de las relaciones familiares. Pero siempre se tiene que trabajar con la familia, porque sino no se puede”.

—A un grupo de chicos se les empezó a llamar la Banda del Poxi, ¿cómo se puede elaborar esa marca que les impone la sociedad para poder salir de ahí?
—Lo primero es tratar de ver las cosas de otra manera, desde la posibilidad de ayudar. La patente que se le puso a un grupo de chicos que ni siquiera fue banda, fue totalmente errónea. Fue un grupo de chicos que hoy no está formado. En ese caso, la terminal de ómnibus era el lugar ideal donde ellos podían ir a abrir puertas de taxis, vender tarjetas, tenían los bares cerca para vender. Entonces, se formaba un pequeño grupo donde sí se drogaban con poxirran, pero de ahí a decir que eran una banda organizada estamos lejos. Sin menospreciarlos, no les daba su capacidad para ser una banda organizada.

En ese sentido, entendió que esa marca fue “una movida mediática donde en ese entonces, no sé si el gobierno de turno, si un fiscal, un juez, si el jefe de policía, o un periodista, les llamó la Banda del Poxi. Pero fue totalmente erróneo”.

—¿Cómo ves vos a la sociedad?
—Qué pregunta (se ríe y hace un pequeño silencio). Está complicada la sociedad. Si la pregunta está enfocada a los chicos que hoy están en situación de calle, yo veo a una sociedad a la que le cuesta asumir los errores, que le cuesta decir: “Sí, es culpa nuestra. Hagamos algo, creemos leyes e instituciones donde se pueda trabajar con estos chicos”. Veo una sociedad que dice: “Hay que matarlos a todos. Hay que encerrarlos desde los 14 años”, como pasa en Estados Unidos donde a esa edad los encierran y los condenan como a un mayor. Eso es muy feo.

“Pero lo más feo –remarcó– es que hay muchas personas que se acercan a la Casa a dar una mano por lástima. No hay que tener lástima, sino amor al prójimo, como Jesucristo. Así sean pecadores o hayan cometido los peores errores. Pero hay que poder ayudarlos desde el amor. En la Casa se viene logrando desde hace 22 años”.

—Hoy sos docente de un taller de herrería, ¿cómo es tu relación con los chicos que vienen a Juan Diego y cuáles son tus primeras palabras para ellos?
—Para mí es un poco más fácil. Porque yo sé y estoy convencido de que pueden salir adelante. Porque me tomo como ejemplo.

Las lágrimas se asoman a sus ojos con orgullo, pero sobre todo con una gran esperanza basada en su experiencia. “Sé que ellos pueden salir adelante. Cada vez que vengo y se me plantea un desafío dentro de la institución, yo lo bajo hacia los chicos y sé que ellos lo pueden superar. Estoy convencido de que ellos pueden llegar a ser mejores herreros que yo; o tal vez se dedican a otra cosa. Pero sé que en el taller ellos pueden absorber la cultura del trabajo”, aseguró.

Ese niño adolescente que sobrevivió cuatro años en la calle, hoy puede contar su historia para mostrar que los chicos en situación de calle pueden tener otro destino. A 11 años de haber salido del total desamparo, el joven consiguió formar su propia familia junto a su mujer, con la que tiene tres hijos. Además tiene un trabajo estable en una fábrica metalúrgica y es docente de herrería. Porque el camino no es encerrarlos, como sociedad el desafío es empezar a reconocernos, a dejar de pensar que nos podemos salvar solos. Es comprometernos con la vida del otro, no desde la lástima –como él dice–, sino desde el amor. Para que la frase “Los niños son el futuro”, no esté hecha de palabras vacías.

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